La simple razón "ese carajo es un tramposo" era más que suficiente para desconfiar de alguien y mantenerlo a raya o mantenerse uno lejos de él. Si no había confianza no había amistad.
En quienes confiamos se convirtieron en grandes amigos y los grandes amigos de la infancia, posterior adolescencia y los del tiempo de comenzar la universidad, son los que ya de adulto permanecen (al menos en mi caso) en derrededor, fieles, constantes y con las capacidades necesarias para superar los escollos propios de las diferencias que llegan con la adultez.
Pero la vida me llevó lejos de esos amigos, y luego de los amigos que hice lejos, y de los que hice más allá. Los doce años de nómada me dieron amigos en muchas ciudades, pero también separaciones dolorosas y constantes nostalgias por gente que quise y quiero y no tengo conmigo ahora, y aunque los amigos siempre siguieron llegando, cada vez son menos, y cada vez más difícil es llamarlos amigos.
Con los años nos volvemos cautelosos, ya no nos mostramos con todas nuestras virtudes y miserias, el recelo generado por el temor a sufrir, ser traicionados, o peor, que se aprovechen de nosotros, no nos deja vivir la libertad que de niños teníamos para decidir confiar, bastando las actitudes que se asumían en los juegos como única referencia. La mentira se viste de lealtad y hasta de código moral, bien lo sabemos.
Así, temeroso, desconfiado y demasiado adulto para resultar muy amigable, pasé un buen rato de los últimos años metido en las salas de chat, una en especial cuyo nombre me reservo para no hacerle propaganda a de quien no recibo ni medio. Allí, junto con otros hermanos de cofradía, armamos un grupete con el que ocultábamos nuestra mísera soledad en el anonimato de las conversaciones en línea, "conociéndonos" y "compartiendo".
Con el tiempo intercambiamos messenger, hablamos más en privado de las cosas que ni siquiera en el anonimato nos atrevíamos a decir públicamente y comenzamos un sucedáneo de la amistad bastante agradable. Con alguno hasta SMS de "buenos días", "hoy no me conectaré" o "te esperamos en el chat, dónde estás?". A falta de amigos reales, los virtuales -entendidos como que tenían las virtudes de parecerlo-, hacían las veces, "mostraban interés" y hacían la vida más llevadera.
De esos que ocuparon muchas de mis horas nocturnas por mucho tiempo, casi ninguno queda en mi vida ahora, tal y como suele ocurrir con la mentira, nada queda. O casi nada.
De una gran mentira, o mejor, de un gran mentiroso, recibí dos contactos, dos e-mails, dos nuevas ventanas en mi messenger para hablar cuando el aburrimiento agobiara.
De eso hacen ya dos años -¿o tres?- y de la nada, del simple impulso eléctrico, de los emoticones, de la compañía mientras yo preparaba clases, de la compañía que hice mientras uno de ellos hacía su tesis, de la necesidad de entender por qué alguien miente sin necesidad, de las ganas de no estar solo, de no tener a nadie cerca a quien contarle cómo estuvo el día, del carajo que me gusta, de los rollos con la gente real, de los cachos que me pegó mi ex, del abandono sin venir a cuento de su ex, de mi sueño de irme a vivir en Margarita y de la necesidad de él de salir de allá, empezamos a llamarnos amigos.
Hace dos semanas hizo el viaje, vino a casa trayendo el trofeo obtenido por su valentía al lanzarse a la aventura de creer que no todo lo que se dice por messenger es mentira. Hoy sé que si existen nuevas formas de hacer amigos, hoy sé que tengo dos buenos amigos ya no tan nuevos, a pesar que sólo hace dos semanas pude estrechar sus manos. Hoy, cuando ya no les tengo cerca los extraño, sé que los quiero, y los extraño.