martes, 19 de marzo de 2013

De cómo se pierde la inocencia

Siempre hemos asociado, o al menos yo lo he hecho, la inocencia con la sexualidad, nos educaron para pensar que ser "puro e inocente" duraba hasta el momento y lugar cuándo y dónde lo metiéramos o nos lo metieran, y aun cuando es cierto que las urgencias sexuales nos enseñan a mentir, al menos para quienes el sexo está "prohibido", tener sexo no nos hace más inteligentes, ni más "avispados" ni mucho menos. Que la inocencia poco o nada tiene que ver con la virginidad si el sexo fue de mutuo acuerdo y consentimiento.
Según mi experiencia las ganas de tener sexo nos enceguecen, nos llevan pensar que no hay nada más urgente que el próximo orgasmo y vamos cometiendo trastada tras trastada, y estupidez tras estupidez hasta que pasa aquello que realmente nos roba la inocencia.
Mientras tanto no somos más que simples mentirosos en formación, a duras penas somos capaces de recordar al volver a casa lo que dijimos antes de salir, alguno hasta aprendió a comprar un pedazo de torta y llevarlo de vuelta como prueba de que sí estaba en una fiesta de cumpleaños y no teniendo sexo como si fuera la última oportunidad y no hubiera un mañana, pero igual esto no nos hace malintencionados ni nos pervierte, cuando mucho nos convierte en muchachos traviesos y mal portaos.
Llegados a este punto imagino que más de uno de mis lectores -si es que luego de dos años sin escribir me queda alguno- se estará preguntando: ¿Si no fue ese día -o temporada- entonces cuándo perdí la inocencia?
Y he aquí la respuesa: Dejamos de ser inocentes el día que nuestro amante nos jodió. El día que que nos dimos cuenta que nos habían engañado, que nos habían mentido, que nos habían usado en el mejor de los casos para echar unos cuantos polvos.
Y sí, digo que ese es el mejor de los escenarios, porque al final esos orgasmos los disfrutamos nosotros también, no fue algo solo para él, que si no los hubiésemos disfrutado no habríamos vuelto por el segundo, el tercero y los que hayan sido.
Un polvo bien llevado y con la debida protección no es algo de lo que acostumbre arrepentirme, pero la vida me ha enseñado a arrepentirme una y mil veces de no haber dicho que no a aquello que el "instinto" me señalaba como peligroso y seguir adelante para terminar indefectiblemente jodido por uno que  estaba convencido que el provecho necesario era otra cosa y no el sexo.
El caso más reciente del que he tenido noticias fue la pérdida de un teléfono, muy costoso, comprado por un veinteañero universitario con trabajo y esfuerzo y que su amante, escondido en la confianza que el sexo había creado entre ellos le pidió prestado para inmediatamente desaparecer de su vida.
No es el único caso que conozco, he tenido noticias de amigos que han perdido colecciones de relojes costosos, obras de arte, y hasta la casa destinada a convertirse en el espacio en el que la "relación" iba a fructificar y prosperar.
Los que peor la llevaron fueron los que perdieron la paz porque su amante decidió sacarlos del closet sin aviso y sin protesto, siempre ante la familia, siempre en la fecha menos indicada; o los que perdieron la salud porque el otro decidió que era buena idea contagiarlo de alguna enfermedad.
Por eso digo que ese dia en el que nos robaron, nos hirieron el alma o nos contagiaron fue cuando perdimos nuestra inocencia. Porque, amigos, debemos aceptar dos cosas, aceptarlas de una vez y de manera definitiva.
La primera: Que la virginidad está sobrevalorada, que siempre será preferible el sexo con quien sabe lo que hace, porque es mentira que las ganas suplen la habilidad y no hay relación que sobreviva al mal sexo.
La segunda: Que la inocencia, que en estos casos también podemos llamar "confianza", es lo que nos permite creer en la gente, y que cuando nos la roban todo lo demás se jodió.

Puerto Ordaz, 19 de marzo de 2013

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